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Sergio Álvarez, 35muertos, Alfaguara.
Mi lectura
Te están matando los años…
Cuando se le apareció El Divino Niño, mi mamá ni siquiera estaba en la camilla, gemía en un banco de madera junto a la entrada de la sala de partos a la espera de que alguna de las otras parturientas diera a luz y le dejara libre una cama para que ella pudiera también parir. Las contracciones eran violentas y mi pobre vieja, que nunca tuvo dignidad para enfrentarse al sufrimiento, las combatía apretándose el estómago con las manos, llorando, gimiendo y maldiciendo el polvo que una noche de locura se había echado con mi padre. Alicia, eres una bendecida, dijo una voz que salió de la veladora que iluminaba el altar frente al cual las enfermeras del hospital rogaban al El Divino Niño que les ayudara a sortear con buena voluntad la falta de medios, medicamentos y médicos. Este chino marica ya me está haciendo oír voces, pensó mi pobre vieja y siguió quejándose. Pero, El Divino Niño no se había tomado la molestia de aparecer para dejarse derrotar por la primera duda de la elegida, sino para dejar claro porque, a pesar de su carita y su mirar inocente, había sido designado como el redentor de un país de asesinos. ¿No me reconoces, Alicia? Soy El Divino Niño, tu protector, insistió la voz. Mi madre abrió bien los ojos, fijó la mirada en la veladora y vio como en el fondo azulado de la llama empezaron a dibujarse el traje rosado, las dos manitas y el rostro infantil y puro de El Divino Niño. Alicia, darás a luz un hijo que no sólo te hará feliz y te llenará de esperanza, sino que, además, estará destinado a mostrarle el valor de la vida a este país enviciado con la violencia y la muerte. La siguiente contracción hizo dudar de nuevo a mi madre y la pobre cerró los ojos, volvió a sollozar y sólo cuando la naturaleza dejó de acosarla, volvió a mirar hacia la veladora. El Divino Niño le sonrió paciente y amoroso. Mira a tu derecha, le dijo. Mi madre, que en ese momento entró en éxtasis, giró el cuello y vio una caneca azul marcada con unas calaveras fosforescentes que indicaban el alto nivel tóxico de los desechos que iban a parar allí. Alicia, prosiguió El Divino Niño, apenas nazca tu hijo, sumérgelo en esas aguas y será inmortal. ¿Inmortal?, iba a preguntar desconcertada mi madre, pero, en ese momento, le volvió la contracción y volvió a llorar, a gemir y a maldecir y, cuando pudo abrir de nuevo los ojos, ya no había luces ni voces celestiales y la veladora se había apagado. Una sensación de tristeza y vacío invadió a mi vieja y habría muerto allí de desconcierto, si no es porque la siguiente contracción fue tan fuerte que la obligó a entregarse al dolor, a dejar de resistirse y a permitir que yo le rasgara las carnes y apareciera por fin en este mundo. El cordón umbilical no lo cortó un médico, sino otra parturienta y la primera palmada no me la dio una enfermera, sino un policía que pasaba por el corredor en dirección al sector del hospital donde intentaban curar a otro policía que había intentado oponerse a que atracaran un banco. Apenas se retiraron los improvisados médicos, la vieja, todavía enamorada de la mirada celestial de El Divino Niño, me cogió de un brazo y me sumergió en la caneca. Empujaba con fuerza porque dentro no sólo había desechos líquidos, sino también gasas y otros materiales que hacían muy difícil que me hundiera por completo, cuando por fin apareció una enfermera. ¡Lo quiere matar, lo quiere matar!, gritó la mujer y a mi madre, que no la había querido atender nadie, la rodearon en menos de un segundo más de una decena de médicos, paramédicos, enfermeras y celadores. Así que, mi madre no tuvo dieta, sino que fue directo a la comisaría y yo me quedé varios días de juguete de las enfermeras, hasta que por fin un juez sintió lástima de mi pobre vieja y firmó la orden para que le dieran la libertad y para que recobrara mi custodia. Mi papá, que no quería a mi mamá y menos quería tener hijos con ella, se dejó ganar de la curiosidad y apareció un día por el cuartito oscuro donde vivíamos. Mi mamá, que seguía enamorada de él y era incapaz de ocultarle nada, le contó como había sido el parto, le explicó que jamás había querido hacerme daño, le describió con detalles la aparición y lloró confesándole que yo no era un bebé normal, sino un enviado divino. Ese cuento se lo creyó José que era marica y vivió hace mas de dos mil años, pero yo no, dijo mi papá y, convirtió la historia de mi inmortalidad en la excusa para irse furioso y no regresar jamás. Mi mamá se puso a llorar y para consolarse empezó a acariciarme y descubrió que mi cuerpo tenía un color oscuro muy firme y brillante, pero que el brazo del que me había agarrado seguía rosado como si aún hubiera acabado de nacer. Tanto se preocupó por esa diferencia mi vieja, que se acordó de un cuento que había escuchado en la casa de una de sus patronas y corrió a buscar un cuchillo. Ya verá el malparido del Manuel que este niño sí es inmortal y no sólo eso, sino que a diferencia del tal Aquiles, mi hijo no tendrá ninguna parte débil y, sin dudarlo, alzó el cuchillo y de un tajo brutal me cortó el brazo. Esa agresión ya no se la perdonó el juez y mi vieja fue a parar al manicomio. Sin quien me cuidara, terminé al cuidado de una incipiente congregación de monjas. Triste y solitario, pero jugando con las novicias, durmiendo cada noche con una monjita distinta, finalmente superé el desamparo y crecí gordo, cachetón y un poco distraído. Habría sido algo así como el mensajero nostálgico y agradecido de aquel convento, sino es porque la hermana Julia, la más bonita de todas las monjas, decidió que la mejor manera de celebrar mis primeros siete años de vida, era llevarme a ver una función de títeres. Comimos helados, paseamos por Chapinero, jugué en un parquecito y llegamos puntuales a la primera función del teatro de Pepe Mancera. Fue uno de mis días más felices y la hermana Julia habría logrado anotar una buena acción en su diario, si a la misma función no asisten los hijos y la mujer de un mafioso que era magnífico padre, pero que tenía la maña de no pagar las deudas que iba contrayendo con los demás mafiosos. Gozamos y reímos con La Bella Durmiente y cuando las caras de nostalgia de los papás y las caras de felicidad de los niños empezaron a buscar la salida del teatro, de los mismos asistentes salieron un par de matones, sacaron unas ametralladoras y apuntaron sobre la mujer tetona y sobre los hijos juguetones del mafioso. Las balas empezaron a sonar y cayeron los niños y cayó la madre, pero en un espacio tan cerrado y con unas armas tan aparatosas es difícil ser preciso y cayeron otras madres, otros padres y otros niños. Yo sentí las balas empujarme, las sentí rebotar y casi vi como una de ellas pegaba contra la pared, volvía a rebotar y se metía en la columna vertebral de la hermana Julia. Salí sin un rasguño, pero la hermana quedó inválida y aunque a todo el mundo le extrañó mi suerte, nadie, salvo yo mismo, se acordó de que mi madre insistía en que yo era inmortal. El cargo de conciencia hizo que me esmerara en acompañar y cuidar a la hermanita y tanto la atendí, que era yo quien iba junto a ella cuando, una tarde, cansada de la vida miserable de inválida, decidió lanzarse al paso de una volqueta. Calculó bien porque el impacto contra la volqueta acabó con la poca vida que le quedaba, pero calculó mal porque no pensó que yo la quería tanto que intentaría salvarla y que a mí también la volqueta me iba a lanzar por los aires. Por contemplar el milagro de cómo un niño había salido ileso de un terrible accidente, la gente olvidó el cuerpo destrozado de la hermana y sólo cuando una mujer histérica empezó a gritar, ¡está muerta, está muerta!, los curiosos se dieron cuenta de que el espíritu de la monja ya no habitaba en este mundo. Mas que alegrarse de mi salvación, las monjas del convento ataron cabos, alguien recordó la locura de mi madre y empezaron a intuir mi “satánica” naturaleza. Es mejor que no siga aquí, concluyó la madre superiora y antes siquiera de que enterraran a la hermana Julia, decidió entregarme al cuidado del padre que hacía las veces de confesor del convento. El padre se comportó como un verdadero padre colombiano y me puso al cuidado de la amante que le equilibraba las penurias del voto de castidad. No lo pasé mal, al contrario, me adapte rápido, disfruté de los juegos y las comidas con el padre, de la posibilidad de quedarme con parte de las limosnas para comprar caramelos y de los cuchicheos y los gemidos eróticos que arrullaban mis noches cuando todos nos íbamos a la cama y yo me hacía el dormido sólo para saber como se amaban un padre y una discreta y cándida feligresa. Fuimos una familia hasta que la muchacha llegó un día muy agitada, se encerró en el baño y, después de llorar y llorar, le anunció al padre que estaba embarazada. El escándalo que armó la improvisada suegra fue brutal y llenó de murmullos las misas y las tiendas que había alrededor de la iglesia, pero la muchacha se fue a tener el niño al mismo convento del que yo había venido y las aguas se calmaron y el único perjudicado de tanto alboroto fui yo. El obispo ordenó que debía cambiar los olores a incienso de la iglesia y la voracidad por las limosnas por el ambiente turbio y agresivo de un orfanato estatal. El orfanato fue una mala época, porque yo era débil y había sido criado entre mujeres y tuve que soportar muchos golpes y violaciones para entender que en este mundo se sobrevive golpeando primero y que una cosa es ser inmortal y otra muy diferente es ser invulnerable. De ese muladar humano, como es lógico, pasé a la calle y de la calle pasé a la carretera y de la carretera pasé a los pueblos y en uno de esos pueblos abandonados adonde iba en busca de olvido, calor y un poco de comida, pasé a la guerrilla. En el monte se comía mejor que en el orfanato o que en la calle y a pesar de las madrugadas, de las largas caminatas entre la selva, del exceso de disciplina, de los gritos y los abusos de poder de los instructores, esa vida me gustó y decidí quedarme. Aprendí a ser astuto, a camuflarme bien, a disparar con la mano que me quedaba, a esconderme para hacerme una paja con la misma mano y, a pesar de tanta carreta sobre el socialismo, fue en la guerrilla donde terminé por entender el valor del dinero. Tanto lo entendí, que me gané la simpatía del comandante de mi frente y el hombre empezó a utilizarme como correo humano para llevar y traer las ganancias que dejaban las extorsiones, los secuestros, el tráfico de coca y demás trabajos revolucionarios a los que nos dedicábamos. Estaba feliz, sentía que a los quince años me había convertido en un varón y hasta soñaba con el momento en que iba a descubrirles a los camaradas mi secreto y de ese modo convertirme en una verdadera leyenda revolucionaria cuando, un amanecer, mientras protegíamos una importante remesa de dinero, nos asaltó un grupo de enmascarados. Los manes aprovecharon que la mayoría de nosotros dormía y dispararon a mansalva sobre nuestros cuerpos y, para asegurarse de que no iba a haber sobrevivientes, a cada uno nos remataron con un tiro en la nuca. Me hice el muerto y cuando los manes se quitaron las máscaras, pude ver que quienes dirigían el asalto eran los dos hermanos menores de mi propio comandante. Eso me dolió, no podía creer que en el mundo pudiera existir tanta traición y si no me levanté e hice valer allí mismo mi condición de inmortal, fue porque ya había aprendido que la venganza siempre es más eficaz si se planea con tiempo, cuidado y cabeza fría. Los manes ni siquiera nos miraron, empezaron a buscar el dinero y, apenas lo tuvieron entre manos, se abrazaron de felicidad, brindaron con una botella de aguardiente que llevaba uno de mis compañeros y, abrazados y jubilosos, se marcharon. Detrás de ellos salí yo y, después de más de una semana de viajar por carreteras destapadas, ríos crecidos y de marchas solitarias por la selva, logré llegar al campamento de mi frente guerrillero. El comandante quedó pálido al verme llegar, pero disimuló y se sentó a escucharme. ¿Entonces, no le pasó nada?, preguntó incrédulo. Nada, contesté y le conté que era inmortal. El hombre se rascó la cabeza, me miró largamente y me pidió que me quitara la camiseta para examinarme. Con sus manos callosas tocó mi piel intacta y se convenció de que no le mentía. Si ve, ni un rasguño, le dije orgulloso. Asintió. Hazte al pie de ese árbol un momentito, me pidió. Le hice caso y el man sacó el revolver y me apuntó. Sonreí feliz, al fin y al cabo era la primera vez que iba a probar mi condición de bendecido voluntariamente. El comandante apuntó y el silencio mágico de la selva fue interrumpido por uno, dos, tres, cuatro y cinco disparos y por la carrerita que pegó mi comandante para rematarme con el sexto tiro. Si ve, mi comandante, no le estoy hablando mierda, le dije sonriente. El hombre me miró asustado, como si se le hubiera parecido un fantasma y me dijo: ¿qué quieres? Yo, que me sentía como el Che Guevara, pero inmortal, no entendí la pregunta. ¿Qué quiero de qué? ¿Pues qué quieres, por qué viniste?, insistió mi comandante. Pues por lealtad, porque no puedo traicionar la causa revolucionaria y mucho menos puedo dejar que sean sus propios hermanos quienes roben a un hombre que me ha enseñado tanto. El comandante se rascó la cabeza. Te doy una gruesa suma de dinero si te marchas y no vuelves a venir jamás por esta región, me dijo. ¿Y no vamos a vengarnos, no vamos a recuperar el dinero que nos pertenece? No, dijo cortante. ¿Por qué no? Son mis hermanos, no los voy a mandar matar. ¿Y la causa? Ninguna causa, dijo al fin desesperado, aquí el problema es usted, si estuviera muerto, todo estaría bien. Entonces, ¿son cómplices? Eso a usted no le importa. Me dio tan duro oírlo que me sentí derrotado, cogí el dinero que me ofrecía y me marché. Sin rumbo y sin ideales, vagué por toda Colombia gastándome el dinero con el que habían pagado mi silencio y hasta me habría ido del país si en un bar de putas de Envigado no conozco a Índice, un matón que me cayó superbien porque cuando le conté mi historia, en lugar de burlarse de mí, me propuso hacer negocios juntos. Así usé el entrenamiento que había recibido en la guerrilla para convertirme en gatillero y triunfé porque arriesgaba al máximo para acercarme a la víctima y, como era lógico, jamás salía herido. La carrera con Índice prosperó y de sicarios pasamos a guardaespaldas, de guardaespaldas a tesoreros y de tesoreros a traquetos, minoristas pero ya traquetos. Al dinero en abundancia le siguió el placer y al placer el amor y terminé enamorado de Norys, la hermana menor del mismo Índice. El amor me dio más fuerzas y fuimos ganando espacio y nos fuimos enriqueciendo hasta pasar de mandar kilos a mandar decenas de kilos y estábamos a punto de dar el gran salto y convertirnos en verdaderos duros, cuando pasó lo que tenía que pasar: sufrimos un atentado. Fue brutal, no sólo habían puesto bombas debajo de nuestros carros, sino que apenas pasó el fragor de la explosión, de entre la humareda surgieron los matones y vi como nuestros mismos guardaespaldas nos fumigaban con plomo. Protegí con mi propio cuerpo a Índice y, con la ayuda de un par de hombres fieles, logramos huir y salvarnos. Nuestra reacción fue brutal, nos asociamos con aquellos que iban creciendo con nosotros, rescatamos nuestras habilidades de gatilleros y matamos a cuanto hijueputa consideramos culpable o sospechoso. Los muertos pusieron las cosas en su sitio y los enemigos nos llamaron a firmar una tregua y nos propusieron asociarnos en lugar de seguir peleándonos. Celebré haber alcanzado el último escalón profesional llevando a Norys de viaje por toda Colombia, mostrándole ya lleno de amor el mundo que había visto triste y miserable y si no seguimos paseando y contándonos pequeños detalles de nuestra vida fue porque Índice me mandó a llamar para la reunión donde sellaríamos la paz definitiva y donde nos repartiríamos la torta grande del negocio. Por esos días, andaba eufórico e imaginaba que por mi condición de inmortal no sólo me iban a nombrar jefe, sino que iban a darme la mayor tajada del negocio y ya soñaba con proponerle matrimonio a Norys y con los lujos que iba a darles a los hijos que íbamos a tener. Te vamos a dar un billete para que te retires, me dijo el mismo Índice cuando ya estuvimos reunidos. ¿Cómo así?, pregunté sorprendido. Como lo oyes, hemos estado hablando y nadie aquí quiere ser socio contigo, así que te vamos a pagar lo que quieras para que te retires. ¿Por qué?, insistí. ¿No lo entiendes? No, la verdad no. Porque eres inmortal. Y, ¿acaso eso no ha sido la gran ventaja? , pregunté. Para ganar la guerra sí, pero para hacer negocios, no. ¿Por qué? La coca no es negocio para inmortales, en esto uno debe matar y debe poder ser asesinado para que funcione, un inmortal desequilibraría todo. Me dio una rabia la hijueputa, que tal el güevón, zafándome después de que le había salvado la vida, me dije y saqué la pistola, pero más demoré en apuntarle que todos los guardaespaldas, mejor dicho, mis compañeros, en saltar sobre mí y desarmarme y cogerme a puños y a patadas y amarrarme para poderme neutralizar. Perdónanos, hermano, pero ninguno de nosotros estaría tranquilo si no te retiras, insistió Índice. Lleno de dinero, pero vencido, porque no podía ni siquiera ejercer el único trabajo que es rentable para un pobre en Colombia, fui a buscar consuelo donde Norys. Ella, que siempre corría a mi encuentro, casi ni me abre la puerta. No güevón, es que he estado pensando y hablando con mi mami y ¿una para qué quiere un marido inmortal?, ¿para que todo el mundo le huya? Y, además, para que una se vaya poniendo vieja y al hijueputa no la salga ni una arruga, no ¡que pereza!, me dijo y por la forma como me miró, supe que no sólo me había quedado sin trabajo y sin mujer. Lleno de rabia y resentimiento, viaje a Bogotá, al Veinte de Julio, al santuario de El Divino Niño. Sudando, incómodo del gentío entré y me senté en una de las bancas. Envenenado, oí el sermón del cura, acepté darle la paz a un par de güevones que había a mi lado y después, cuando la gente empezó a salir, fui adonde estaba la estatua de El Divino Niño y empecé a reclamarle. Le dije que no quería ser inmortal, que quería tener la oportunidad de ser normal, sentir el miedo a la muerte, poder hacer negocios, poder tener amigos, poder tener una mujer que me quisiera y poder tener un hogar y unos hijos. No. Tú eres mi profeta, me contestó la estatua. Yo no quiero ser profeta, por ser inmortal perdí a mi papá, perdí a mi mamá, perdí a mis benefactores, perdí a mis amigos, perdí mis negocios y hasta perdí la mujer que amaba. Ser inmortal en Colombia más que una bendición es una maldición, la peor de las maldiciones. Los designios divinos son inescrutables, debes tener paciencia, dijo cariñoso El Divino Niño. ¡Que va!, malparido hijueputa, que inescrutables ni que mierda, grité y escupí contra la urna de cristal que protegía la imagen. Pero El Divino Niño en lugar de mirarme ofendido, me miró con dulzura. Más furioso, saqué un bate de béisbol que llevaba y rompí la urna que protegía la estatua. Pero, en lugar de oír las protestas de El Divino Niño, oí las voces que gritaban ¡blasfemo, blasfemo! y sentí como empezaban a golpearme y a arrastrarme por el atrio de la iglesia y como me sacaban de la iglesia y me tiraban con desprecio sobre el suelo de la plazoleta. Seguido por la mirada furiosa de la multitud, sólo y desencantado de nuevo, me eché al hombro la tula con mi dinero y mis pertenencias y me paré enfrente de la iglesia y viendo la imagen inocente de El Divino Niño que se me volvió a aparecer, dije: ya verás malparido, no voy a ser tu profeta, esto no se va a quedar así…
*Mi agradecimiento al autor, que me envió este pasaje para evitarme la tarea de transcribirlo entero. Toda la novela está escrita así, usted verá lo que hace, lector.